Hoy me he levantado con una sensación diferente. No es solo el sol entrando por la ventana, ni el aroma del café que ya se cuece; es la pequeña y brillante caja que descansa en mi mesilla de noche. Dentro, espera un reloj inteligente durcal, el regalo de mis nietos. Al principio, lo confieso, sentí una punzada de lo que solo puedo describir como resistencia. ¿Otro cacharro más? ¿Otra cosa que aprender cuando ya me cuesta recordar dónde dejé las gafas?
Pero luego, mis nietos, con esa paciencia infinita que solo los jóvenes parecen tener, me lo explicaron. No era solo un reloj. Era una forma de estar conectados, una tranquilidad para ellos y, según me dijeron, un «ángel de la guarda» para mí. Con sus dedos ágiles, me mostraron cómo funcionaba: que si me caía, mandaba una alerta; que si me perdía, podían saber dónde estaba; que incluso podía llamarles con solo apretar un botón. Al principio, todo me parecía demasiado, una invasión de mi privacidad. Pero sus ojos, llenos de esa mezcla de preocupación y cariño, me hicieron ver más allá de la tecnología.
Ahora lo llevo puesto. Es ligero, apenas lo noto. La pantalla es clara, los números grandes, algo que agradezco. Me he sorprendido a mí mismo mirándolo varias veces al día, no solo para ver la hora, sino por la simple presencia de algo que representa tanto. Es un recordatorio constante del amor de mis nietos. Cuando me ven con él, sus caras se iluminan. Es como si llevara un pedacito de ellos conmigo, una extensión de su cariño que me acompaña en cada paso.
Y, sinceramente, empiezo a encontrarle el gusto. Ya no me siento tan solo cuando salgo a dar mi paseo diario; sé que si algo pasa, no estoy solo. He aprendido a contestar alguna llamada y hasta a revisar los mensajes sencillos que me envían. Mis nietos me llaman «el abuelo tecnológico», y aunque me río, una parte de mí se siente orgullosa. Este reloj, este Durcal, no es solo un aparato; es un puente. Un puente que mis nietos han construido con amor para mantenerme cerca, y estoy empezando a cruzarlo con una sonrisa.